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Talita, la cyborg

Parte I

por Talita

-Este viaje está gafado -dijo la bruja. -¿Cómo que está gafado? -Está gafado, acá algo pasa. -… -No sé el qué, pero algo pasa. Está gafado.


Ustedes ya me conocen y saben que me tomo estas cosas en serio, así que esta declaración me estuvo carcomiendo un poco la sesera. Un poco nada más, piensen que hacía ya un par de años que no viajaba a Argentina y que el viaje anterior, gracias a la combinación con mi ex, había sido un desastre; así que la frase quedó revoloteando en mi cabeza pero no me impidió disfrutar de asados, alfajores y amigos (en ese orden). La verdad fue un viaje precioso, uno no sabe lo mucho que extraña a alguien hasta que lo vuelve a tocar. Me reí muchísimo con mis amigas, me reencontré con mi mejor a amigo y el invierno me regaló un poco de nieve. Hacía 7 años que no nevaba en Río Cuarto.

Al final, el mes pasó sin ninguna catástrofe -por lo menos ninguna que valga la pena remarcar- y tocó a volver a Madrid. Viajé con mi abuela, que venía de visita por segunda vez. En la terminal, antes de tomar el colectivo a Buenos Aires (otro día les cuento lo lindo de gastar 24 horas de tu vida en transportes para llegar a tu casa), me pesé en una de esas balanzas que hay en las farmacias. Mi gorda miserable interior nunca me deja gastar la monedita que hace falta para subirse, así que seguro que me la facilitó mi papá. La curiosidad del asunto: había bajado de peso. Primero pensé que la máquina estaba mal, pero después me dije a mí misma que me habría pesado mal antes del viaje, o que simplemente tenía un metabolismo maravilloso. Todo este cuestionamiento no fue porque sí, realmente había comido como una gorrina durante el mes entero. La duda quedó ahí, no volví a pensar en eso hasta el momento pertinente.

Ya en Madrid descansamos un poco (las 24 horas de tu vida en transportes, etc) y partimos rumbo a Tenerife con la familia al completo -lease plus mi madre. Al aeropuerto parece que llegamos con lo justini, aunque si tengo que ser sincera no me acuerdo en absoluto. Lo único que sé es que nos tocó embarcar últimas o así lo procuraron los soretes de Iberia. Das Problem: el vuelo estaba lleno. Después de mucha charla con el walkie, decidieron que dos entraban y que una se quedaba afuera. Tenía que ser la jovencita, en eso estábamos todos de acuerdo (sí, yo hacía como que vale pero en realidad estaba implosionando por el estrés), así que le pedía las llaves de casa a mi mamá y, cuando estaba a punto de rajar, los soretes me indicaron que antes tenía que pasar por el mostrador de Iberia. Me recorrí la T4 de cabo a rabo no sé cuántas veces, lloraba a moco tendido por el disgusto, el cansancio y la vida en general, y puteaba a la bruja por haberse confundido de viaje. Cuando por fin me tranquilicé, di con el dichoso mostrador y expliqué lo sucedido. Quien me atendió se disculpó por la empresa y me dijo que un bus me pasaría a buscar para llevarme a un hotel donde pasaría la noche y de dónde me recogerían a la mañana siguiente para tomar el primer vuelo a Tenerife. Y para cerrar, záscate, me plantó 450 eurazos delante. Ahí se acabaron todas mis penurias y me fui calladita a esperar el bondi. Así de cochinos somos los humanos.

No me acuerdo qué hotel era, sólo sé que no he vuelto a estar en una habitación así (ya saben, hay una vida mejor pero es más cara). Cené, me duché, robé jabones y dormí como un angelito. Al día siguiente viajé fresca como una lechuga. Y bueno, por más que mi abuela y mi mamá llegaron a tiempo, tengo que decir que la que tenía los sánguches era yo, y a la hora que ellas llegaron lo único que había disponible era una máquina expendedora. Tomá bruja de mierda, te vas a gafar a tu vieja.

Así que, resumiendo, la cosa no había arrancado del todo mal. Todavía quedaban dos semanas en Tenerife y yo ya tenía prevista una peregrinación por tierras castellanas a la vuelta. No se asusten, al final no llegué a verle la cara a ningún santo, pero eso no lo van a saber sino hasta el final. Y no se preocupen, la siguiente entrega no se hará esperar tanto.