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Pandemia

Conspiraciones

por Talita

–Mi amor, ¿me alcanzás los Kleenex? —dije yo. —Sob, sob —dijo él. —Gdacias —dije yo.

Gripe A. Podríamos considerarnos afortunados, el hecho de ser cómplices de una pandemia le da a uno cierto estatus.

—Entonces es… —dijo ella. —Sí, sí –dijo él. —Es. —…

Fin de los abrazos –ni que hablar de los besos– con la seguida adquisición de mascarillas que nunca habrán de utilizarse.

—Y, ¿se van a poner la vacuna? —dijo ella. —Dicen que la hicieron con la cepa del chancho, la del pollo y la común y que, apenas te la ponés, te mata. —Para tenerlo en cuenta entonces —dije yo. —¡Pero es que dicen que la van a hacer obligatoria! —dijo ella. —Entonces dudo que te mate —dijo él. —Eso leí yo. Y lo otro también —dijo ella.

Como una estúpida te alegrás de la semana de baja que te dio el médico, pensando en el finde que vas a pasar en Cuenca, cuando, el día anterior a tu reincorporación, te das cuenta de que todavía te duelen hasta los huesos de las pestañas.

—Pará —dijo él. —No te sigo. —¡Ay, no sé! Es que me mandaron un mail —dijo ella.

Lo peor es que el malparido de tu médico en lugar de apiadarse de tus ojeras y del moco que te cuelga de la nariz, te dice: “Ya está usté bien. Le voy a dar el alta para mañana”.

—Acabáramos. Traé el portátil, haceme el favor. Snif —dije yo. —A ver… mirá: acá viene toda la investigación que hizo el tipo… es canadiense —dijo ella. —Eso le da una garantía inescrutable —dijo él. —Esperá, ¿qué es eso? Cof, cof —No sé. Lo miré pero yo no hablo francés —dijo ella. —La música ya me inspira el pánico —dije yo. —Está en inglés, nena. —Pero con subtítulos en francés —dijo ella. —Ay, dios —dijo él.

Y no conforme con eso, llegás al trabajo y todo el mundo te echa la culpa de las enfermedades que ellos padecen. No sólo tenés que hacerte cargo del resfrío de Carlita (con la cual no te cruzás ni en el baño), sino también de la gastroenteritis de Roberto y de la jaqueca crónica de Antonio. “Sí, también soy responsable del holocausto y de la subida de precios del Carrefour”.

—Acá hay otro enlace, —dije yo— esto sí es francés. —¡Epa! ¿Cuarenta y cinco dólares para ver una conferencia? —dijo él. —La verdad de la milanesa. —¿Hablás francés? —preguntó ella. —Ya está. Otro Apocalipsis suscitado por la platita —dije yo. —Pasame los Kleenex, gorda —dijo él. —Pero, ¿hablás francés si o no? —insistió ella. —Si, querida. Francés, alemán y sumerio —dijo él. —Abrí un poco la ventana, ¿querés? Y sacate ese barbijo, quedás ridícula.