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Siete

Parte IV

por Talita

Cuatro


Después del almuerzo, mientras cada uno recogía su plato, Alfredo se dedicaba a juntar los restos de ensalada que quedaban en los boles.

—El bol después me lo devuelve, eh —dijo la 12 mirándolo seria. —Por supuesto —contestó Alfredo ofendido—, ¿cuándo ha sido la vez que no se lo devolví? —Por las dudas. Que acá hay mucho chorro —contestó la 12 dándose vuelta y yendo hacia a la cocina. —Pff. Loca —dijo Alfredo por lo bajo mientras seguía juntando lechugas.

Apenas terminó, salió ensalada en mano a buscar a Roberto que, naturalmente, se le había escapado en el patio. Juan le había dicho que era culpa suya, que no podía soltar al animal y después pretender que volviera cuando a él se le antojara. A lo mejor tenía razón, a lo mejor era Roberto el que debía decidir cuándo regresar.

Sos como el fuego, por donde pasás dejás tu rastro, tu marca. Mientras las llamas avanzan lentas, masticando despacio la madera, saboreándola antes de convertirla en carbón y luego en ceniza, vos te tragás la nada que ocurre en cada habitación de este lugarcito de mierda. Subís por las paredes y desaparecés esta triste pintura a la cal, la volvés rojos y naranjas intermitentes, que cuando saltan más allá y se mezclan con las mesas y las sillas se tornan azules y verdes, y cuando llegan a nosotros nos vuelve plenos, sin necesidad de nada más que nosotros mismos.

—¿Estás bien? —preguntó Juan. Martita, sentada en el suelo frente a la chimenea, asintió sin quitar la vista del fuego. Juan se sentó a su lado, sintiendo crujir sus rodillas.

Invadís todos los rincones capaces de ser alcanzados y destruís con una maravillosa e hipnótica danza todo lo que hemos sido alguna vez. Hasta que al final consiguen dominarte, aplacarte con pastillas y palabras vacías. Te atontan, hasta que consiguen controlarte, meterte adentro de una chimenea. Pero vos no te vas tan fácil. Dejás tu huella, una quemadura que arde todo el tiempo recordándome que estás, que seguís estando y que siempre vas a estar. Una herida dolorosa, pero tan necesaria…

—Es como vos —dijo Juan señalando las llamas con un gesto—, peligroso cuando está fuera de control.

Martita sonrió.

—¡Juan! —gritó Alfredo entrando — ¡Tenías razón!

Emocionado, Alfredo empezó a contarles cómo había pensado en lo que Juan le había dicho, eso de que no podía ser que Roberto tuviera que volver siempre que él quisiera y se dio cuenta de que Roberto, como todos ellos, tiene sus necesidades, y que por ahí le daban ganas de quedarse en el patio tomando solcito o comiendo pasto, que era algo que también le gustaba mucho. Entonces lo que él había hecho había sido sentarse en el escalón de la galería a esperar con la ensalada, sin llamarlo ni nada y que a los veinte minutos más o menos ahí se había presentado el solito, -seguro que porque ya le había empezado a picar el bagre, porque el pasto será muy rico pero no llena. Se había acercado despacito, olfateando el aire y midiendo terreno, pero no terminaba de llegar nunca o con cualquier movimiento daba un respingo y reculaba; entonces Alfredo se dio cuenta, fijate vos, de que con lo que el bicho no quería saber nada era con la jaula -con lo linda que se la tengo siempre-, entonces lo que había hecho fue, despacio para que no saliera disparado, cerrar la puertita de la jaula, levantarse y llevarla adentro, todo esto con Roberto mirando sin entender muy bien qué pasaba, a medio camino entre quedarse ahí y salir rajando. Entonces Alfredo se sentó de nuevo en el escalón de la galería con la ensalada adelante, y cuando Roberto empezó a acercarse, todavía husmeando pero con más confianza, le empezó a contar el menú para que al escuchar las cosas que le gustan terminara de decidirse: hoy tenemos lechuga, por supuesto, tomate, zanahoria, huevo –pero si querés se lo sacamos, la cebolla ya se la saqué- y la novedad es el rabanito: no lo probaste nunca pero creo que te va a gustar, es medio picantito, dijo mientras Roberto ya metía el hocico en el bol y separaba lo que más le gustaba de lo que menos, siempre echándole un ojo a Alfredo que no hacía más que estarse quieto esperando. Así hasta que terminó de comer y Alfredo le explicó la situación: a partir de ahora no iba a haber más traba en la jaula -pero esperaba que la siguiera usando porque la había decorado especialmente para él- y podía andar por el patio todo el tiempo que quisiera -pero esperaba que no volviera muy tarde porque si no iba a preocuparse. Parecía que a Roberto le había gustado la idea porque se puso en dos patitas, lo miró un poco de costado y se fue a perseguir un bichito que había por ahí revoloteando. Y ahora si lo disculpaban Alfredo tenía que devolverle el bol a la 12, porque si no después andaba diciendo que acá somos todos chorros, habrase visto.

Alfredo es como una brisa suave que aplaca el ardor. Tal vez el alivio esté en ellos.